Interesado prácticamente por todas las manifestaciones del arte, el poeta, dramaturgo, dibujante y director de cine Jean Cocteau (1889-1963); fue un genio vanguardista cuyo trabajo visual, se aprecia como un conjunto de revelaciones que sintetizan su preocupación por el amor, la muerte y el erotismo. Hipnotizado por la trascendencia de las cosas, Cocteau supo extraer la otredad de todo aquello que miraba; de los objetos las sombras, lo efímero o la capacidad del ser, para convertirse en todo aquello que imagina. En la desconcertante obra de Cocteau, la palabra obedece a la imagen, y la imagen se convierte en poesía, llegándose a encontrar frente a frente su trazo de pintor, sintético y minimalista, con sus letras que son como retazos de sueños interminables.
Como director de cine, cada una de sus cintas son verdaderas joyas, que tienden puentes de comunicación entre los mundos interiores y lo terrenal que solo es la catapulta de Cocteau, el pretexto para lanzarse a la búsqueda los paisajes oníricos que caracterizan su filmografía. Los seres de Cocteau son atemporales y ubicuos, pues las tramas en las que están insertos se alejan absolutamente de lo superfluo, son el resultado de la afición del artista por rebasar todos los límites que la sociedad construye. No hay moral para Cocteau, tampoco un principio o un fin, su obra es absolutamente homogénea, casi una misma historia contada de muchas maneras, y que nos muestra la capacidad de un genio, por desafiarlo todo al amparo de las imágenes.
Muestra de ello es la cinta “La sangre de un poeta” (1930), obra maestra y apología del surrealismo, donde Cocteau apelando a un arriesgado montaje, escenografías innovadoras y efectos visuales impactantes, logra traducir el universo de los sueños, donde lo imposible o lo sobrenatural prácticamente se desbordan. Las estatuas cobran vida y las personas enmudecen acosadas por sus creaciones. Los seres se tornan pálidos ante la fauna surrealista de Cocteau, dibujos que hablan y mascaras que giran, o brotan de una oscuridad que imita a la ceguera. Espejos que son a la vez portales o ventanas a realidades paralelas que resultan desafiantes, y las imágenes se extienden de una y muchas maneras hasta la reacción de las pupilas, que domesticadas por el imaginario de Cocteau, se dilatan o contraen a su entero placer. Inexplicable como los sueños, no es necesaria una guía para entender el cine de Cocteau, cual mago prodigioso, que somete al inconsciente al influjo de artificios hasta entonces insospechados; las imágenes levitan o luchan contra la gravedad, recordando que el hombre se resiste a todo cuanto puede, y la voluntariosa necesidad de saber más de todo, solo es vencida por la muerte; o anestesiada levemente por el influjo del amor.
La madurez fílmica de Cocteau, es tan desconcertante como su personalidad, que no se ajusta a ningún canon establecido, solo se preocupa por crear, amar y ensoñar, la trinidad esotérica primordial del artista francés. De esto último da cuenta “La bella y la bestia” (1946), genial obra maestra que se manifiesta como un viaje incesante entre lo tenebroso, los sobrenatural, y el amor que revela secretos insoldables o rompe sortilegios malditos, todo al amparo de un claroscuro que seduce a cada momento. Pero la obra de Cocteau va más allá del cine, como dibujante retrata imágenes que jamás son abolidas por el color, ángeles o criaturas míticas que brotan de las flores, y responden a la necesidad del artista, por extraer el sentimiento más originario. Como escritor lo sobrenatural lo persigue de manera incesante, plantea tramas que nuevamente reducen la realidad a un mínima expresión, magnificando la capacidad del sueño, por absorber la esencia de las cosas; nuevamente y hasta siempre.
El poeta vestido impecablemente para la noche, toma el sombrero y el bastón, se coloca a la mitad de su realidad para iniciar el ritual de la palabra, que rompe el esquema de lo hablado o escrito, para convertirse en una imagen, que a borbotones como la sangre en las arterias, se va tornando invasiva.
Tus manos por las sábanas eran mis hojas muertas. Mi otoño era un amor por tu verano.
El viento del recuerdo resonaba en las puertas de lugares que nunca visitáramos.
Permití la mentira de tu sueño egoísta allá donde tus pasos borra el sueño. Crees estar donde estás.
Qué triste nos resulta estar donde no estamos, así siempre.
Tú vivías hundido dentro de otro tú mismo, abstraído a tal punto de tu cuerpo que eras como de piedra.
Duro para el que ama es tener un retrato solamente.
Inmóvil, desvelado, yo visitaba estancias a las que nunca ya retornaremos.
Corría como un loco sin remover los miembros: el mentón apoyado sobre el puño.
Y, cuando regresaba de esa carrera inerte, te encontraba aburrido, con los ojos cerrados,
con tu aliento y con tu enorme mano abiertos, y tu boca rebosante de noche…
Esas mismas imágenes que son su razón de ser, se vuelven contra él adquiriendo independencia y vida propia. La mortandad del cuerpo compite en la mente del artista, contra la necesidad de evocar todo lo ido, en un ir y venir de simbolismos cuya revelación final es la poderosa llave con que el artista, se hace de la atención del que se atreve a leerlo; escudriñándolo a la vez.
Pero el interés casi renacentista de Cocteau por todo aquello que tuviera relación con lo humano, no solamente dio a luz frutos geniales, esa misma intensidad que lo llevo de un lado a otro en espera de expresiones del arte, lo sumergió en la adicción activa al Opio. Su experiencia en ese duro trance, queda manifiesta en el célebre libro; “Opio: Diario de una desintoxicación”, donde de un modo desmitificador, Cocteau se asoma a su proceso personal, de de un modo siempre poético. En el mismo texto, el artista habría escrito; “La función del poeta no es demostrar, sino afirmar sin suministrar ninguna de las fastidiosas pruebas de que dispone y en las que basa su afirmación.” Esta frase traduce la insaciable inventiva de Jean Cocteau, que no se detiene a realizar conjeturas morales o científicas, entiende a la perfección que su campo es de las imágenes, ya escritas, ya delineadas por un lápiz, o alguna sugerente escenografía frente a la cámara.
Crear hasta morir, es la máxima de Cocteau, y el mismo ideal pulsante y misterioso del genio francés, transpira directamente de la mano de su creador en la cinta; “El testamento de Orfeo” (1959), que refleja lucidamente la preocupación por la muerte, en medio de obsesiones estéticas que se plasman en cada escena directamente de la galería personal de Cocteau; arquetipos, seres míticos y espacios que solamente podrían tener acomodo en los sueños.
Dejadme en paz, recuerdos del campo, no seáis
El cáncer de la rosa vespertina.
Siento en las altas casa de mi ciudad el vértigo
Y mi sombra se vierte de mí como la tinta.
El poeta Cocteau, se sabe efímero ante lo avasallante de una existencia que parece no dejar de sembrar a cada paso mayores acertijos. Pero jamás claudica en su lucha por construir realidades alternas, es su versión del mundo y no podemos culparlo, después de todo, su legado se cierne atemporal y desconcertante en los albores del Siglo XXI, y son los seres objetos de su creación quienes no dejan de nombrarlo. Ensayista y crítico agudo, incansable bon vivant, abiertamente homosexual, ausente de fobias que limitaran su inventiva. No hay palabras suficientes, para halagar la memoria de Jean Cocteau pero nos quedan los susurros, las miradas cómplices y la curiosidad que se reintegra ante sus creaciones fantásticas. Una oda a Jean Cocteau, nocturna y plena de erotismo como el sortilegio de sus creaciones.